Becky es de esas personas que, no importa lo que tú hagas, el destino se va a empeñar en ponerte por delante. Como para demostrarte que quien manda es él y que no te puedes saltar a la torera lo que tiene preparado para ti. Yo de mayor quiero ser como Becky.
Becky es un poco rusa, un poco israelí, un poco canadiense y, ahora, también un mucho birmana. Becky, a sus 22 años, lo mismo te habla de política, que de economía, de relaciones humanas o de cocina. Lo mismo juega al fútbol que planta árboles en sus ratos libres. Y lo mejor de todo, lo hace como quien no quiere la cosa, sin darle importancia, sin darse importancia. Como hacen los grandes de verdad.
Conocí a Becky por su generosidad. Tras pasar una noche en su casa en Mae Sot gracias al maravilloso mundo de couchsurfing, el azar nos unió de nuevo solo unos días después, en Hpa An, y después en Yangón, compartiendo habitación, totalmente por casualidad y sin haberlo buscado ni sabido.
Si el destino no se hubiese interpuesto entre nosotras, me hubiese quedado con la primera no-impresión de Becky. De la chica jovencísima, correcta, amable y educada de la primera noche pasé a descubrir a la mujer brillante, divertida, loca, inteligente, que corre en medio de un bando de palomas sin miedo a que le caguen encima. Yangón me puso delante a la Becky amiga, a la que puedes confiar secretos, la que tiene la cabeza mucho mejor amueblada que muchos amigos de mi edad. La Becky soñadora, idealista y la que lucha por esos sueños y esos ideales.
Yangón me regaló a Becky y su amistad. Y el destino volvió a regalarme otro encuentro con ella. Sin planearlo, como tiene que ser; casi por sorpresa. Esta vez coincidimos en Siem Reap, en Camboya, donde descubrí que los templos de Angkor se disfrutan más si están rodeados de alegría, de conocimiento, de agudeza mental y de ganas de comprender al otro.
Pero aún quedaba otra coincidencia espacio-temporal más. En Phnom Penh aprovechamos para perdernos juntas en moto por el caótico tráfico asiático, apoyarnos al conocer las atrocidades de los jemeres rojos y asegurarnos que dejaríamos que el destino siguiese poniéndonos en el camino de la otra de vez en cuando.
Becky es la prueba de que hay hilos que, una vez que se cruzan, quedan enredados por mucho tiempo y tiran el uno del otro aunque haya miles de kilómetros que los separen. A veces sin ni siquiera proponérselo.
¿Cuándo coincidiremos la próxima vez?…
0 comentarios