No puedes pensar en Kampot y Kep sin que venga automáticamente a tu recuerdo un delicioso olor a pimienta, un sabor a cangrejo recién sacado del mar y la fascinante sensación de no tener ninguna prisa por nada.
La llegada a estos dos pueblecitos del sur de Camboya ya fue una maravilla desde el mismo momento en que quien te recoge de la carretera cuando hacías autostop es un camión de reparto de la cerveza Angkor y, tras algunas horas en el camino, te paran para comer en la casa del conductor, con sus padres, con su abuela, con sus sobrinos y, por supuesto, con todos sus perros, gatos, gallos y gallinas. El almuerzo más humilde que más te hace sentir como una reina. Por si fuera poco, como ese camión no sigue hasta Kampot, el conductor se preocupa de llamar a otro compañero repartidor para que pase por su casa a recogerte y te lleve hasta tu destino final.
Kampot te recibe con la pesada calma de las tres de la tarde, cuando el calor aplasta y todo lo más que se puede hacer es sencillamente nada. La gente no empieza a asomar a la calle hasta más tarde, cuando el tiempo refresca un poco pero, como tu hostel deja bastante que desear, para ese momento ya has pateado la pequeña ciudad colonial y sólo te queda montarte en un barco para salir en busca de luciérnagas junto a familias enteras de camboyanos que han venido a Kampot a pasar el fin de semana.
Pero lo mejor de Kampot está por llegar, cuando alquilas una moto rosa con su casco a juego para ir a visitar los campos de pimienta de los alrededores. En una de estas plantaciones aprendes lo que no podías imaginar sobre la pimienta, como que la de Kampot es una denominación de origen, reconocida a nivel mundial (aunque tú no tenías ni idea). Junto a un voluntario español descubres todos los colores de pimienta (verde, roja, negra y blanca) vienen de un mismo grano, y varía según el momento en que se recolecte y cuánto se deje secar al sol, pero que la roja es el no va más en pimienta. Las pruebas todas, sin anestesia ni nada, tú que siempre has intentado evitar esta especia, y hasta empiezas a cogerle el gustillo. Y, convertida en la reina de la pimienta, vuelves a subir a tu moto y, corriendo entre los campos verdes, llegas a Kep, donde te espera la segunda parte de la maravilla culinaria de la zona: el cangrejo.
Kep no es demasiado lindo, es una zona de veraneo con todos los inconvenientes que esto puede tener, pero su mercado del cangrejo hace que merezca la pena la visita. Allí, entre frutas, peces de todas clases y fritangas de las que les gustan a los camboyanos (y a ti, a quién vas a engañar), puedes comprar cangrejo fresco, aún vivo en cestas que mantienen en el agua, por un precio de risa.
Te dicen que el medio kilo está a dos dólares, pero que si te llevas el kilo entero te lo dejan por tres. Y total, decides que no tienes nada mejor que hacer en el día de hoy que ponerte hasta los ojos de cangrejo.
Junto al tipo que te lo vende está otro que lo limpia y trocea con una soltura que da casi miedo. Por último, una chica lo cocina con mucha mucha pimienta verde, recién traída de los campos de Kampot, y te lo sirve listo para que te pongas las botas.
Con la boca hecha agua sólo te queda sentarte a disfrutar de esta maravilla del mar y terminar chupándote los dedos.
Miras a tu alrededor y todo el mundo está comiendo cangrejo. Parece que no puedes ir a Kep y pasar por alto este manjar.
Para estar seguro que cumples con el rito correctamente, por la noche, repites la misma operación, que un kilo de cangrejo da para mucho… 🙂
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