Tras un mes entero en Tailandia, por fin llega el momento de cruzar a Myanmar, uno de los destinos a los que más ganas le tenías. Llevabas años ya soñando con venir a este sitio y descubrir sus maravillas. La imagen de los templos de Bagán te tiene hipnotizada desde hace tiempo y ahora este país se extiende ante tus pies.
Cruzas exultante el Puente de la Amistad, que separa (o une) los dos países y dejas que te sellen tu pasaporte dedicándole la mejor de tus sonrisas al oficial de turno. Estás en Birmania.
Tras un duro regateo en el que el precio ha quedado reducido a la mitad, te montas en un coche compartido rumbo a Hpa An, la primera ciudad en tu periplo por Myanamar. Durante las tres horas de trayecto disfrutas de una naturaleza apabullante desde una carretera recién asfaltada que eleva a la enésima potencia las ansias fitipaldianas del conductor. Pasáis por puestos de control militares en los que tenéis que mostrar el pasaporte y, poco después, por aldeas con cabañas de bambú y calles llenas de baches, barro y charcos, que hacen que el coche parezca más bien una atracción de feria.
A la una de la tarde, con el sol abrasando en todo lo alto, llegas a Hpa An y reservas una habitación, junto a la coreana que venía en tu coche, en un hotel completamente lila, pero con unos recepcionistas muy requetesimpáticos. Casi no te atreves a salir a la calle, del calor que hace pero, ya que tienes que comer, aprovechas para dar un primer vistazo a la ciudad. Pero… ¿Pero esto qué es? ¡Si aquí no hay nada! La ciudad parece fea, sucia y sin ningún atractivo a primera vista que la haga merecedora de una parada en tu camino hacia el corazón de Birmania. ¡Eso no es lo que te habían contado!
Aun así, continúas con el paseo y empiezas a ver algunas cosas que te llaman la atención, como que todas las mujeres y los niños lleven la cara pintada con una pasta amarilla. Es tanaka, una cosmético extraído de una raíz, que usan para protegerse del sol y que, según dicen, tiene un efecto refrescante. Además, todos los hombres llevan faldas largas, llamados longyis, una vestimenta tradicional en el sudeste asiático que hoy día sólo se continúa utilizando en Myanmar. Para completar la singularidad de los birmanos, muchos, muchísimos, tanto ellos como ellas, mascan betel a todas horas, una raíz con efectos parecidos al tabaco, que les tiñe de rojo toda la boca y que los tiene escupiendo en el suelo cada dos por tres, dejando la ciudad entera llena de manchas de este color.
Todos estos elementos hacen que te des cuenta rápidamente de que has salido de Tailandia. Pero hay algo más… Algo que al principio no sabes identificar pero que, al final de la tarde, ya has conseguido descubrir. Aquí la gente no para de saludar y de sonreír. Todo el mundo, niños, vendedores ambulantes, señoras que barren la puerta de su casa, ancianos que esperan… todos te dedican una sonrisa enorme cuando pasas y te saludan con un sonoro y alegre ¡mingalabá! Bueno, los monjes no saludan ni sonríen. Los monjes aquí son más serios que en Tailandia.
Cuando eres capaz de darte cuenta de qué era eso tan diferente de Tailandia, se te ilumina la cara, te inunda el buen rollo y de repente te sientes genial en medio de esa ciudad fea y sucia. Ya sólo quieres salir a la calle y poder saludar a todo el mundo. ¡Mingalabá! ¡Mingalabá! Mingalabá a diestro y siniestro. Mingalabá con una sonrisa de oreja a oreja y en todas direcciones.
La gente es tan agradable que acabas sentada echando unas risas en un puesto del mercado, junto a la señora que está friendo todo tipo friturillas inidentificables y su corro de vecinos al completo. Tú, sin hablar nada de birmano; ellos, sin hablar nada de inglés ni, por supuesto, español. Y sin embargo, entendiéndoos a la perfección. O casi, porque siempre te quedará la duda de cuál era la materia prima de una de las frituras, sobre la que sólo sabían decir “guau”…
Después de esta sensación de buen rollo, al día siguiente sales con otro ánimo a ver qué cosas tiene para ti Hpa An y te pones en marcha para conocer los alrededores. Así es como llegas a Kyat Ka Lat, un monasterio en lo alto de una roca en medio de un lago. Muy bonito todo, pero llegas medio muerta a las tres de la tarde, porque alguien en el pueblo te dijo que estaba a unos 2 kilómetros cuando en realidad había 11 (nota mental: no volver a fiarse nunca de las estimaciones de distancias de los birmanos).
Y ya que has echado medio día andando, continúas así hasta el Jardín de los mil Budas que, como su propio nombre indica, es un jardín (o similar) con mil imágenes de Buda, todas iguales, todas ordenaditas y que pueden llegar a dar un poco de yuyu, la verdad.
Para la próxima visita a Hpa An dejas subir a lo alto del monte Zwegabin, desde el que seguro que hay vistas espectaculares, pero las piernas y las horas de luz ya no daban más de sí tras la tremenda caminata (nota mental II: si vuelves a visitar Hpa An, alquilar una motito o, como mínimo, una bicicleta, no estará de más).
Al tercer día, sigues feliz tu camino por Myanmar después de que un antiguo marino te invite a desayunar mientras esperas el autobús. Así, porque tú lo vales. Así, porque ellos lo valen.
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