El edificio religioso más grande del mundo es verdaderamente algo muy grande. Es algo que te sobrecoge y que, cuando te quieres dar cuenta, te ha engullido. Has pasado varias horas dentro y ni te has enterado. Cuando sales, ya no estás más en la centenaria ciudad junto a Siem Reap, sino sumergida por completo, a ratos en El libro de la selva, a ratos junto al profesor Indiana Jones.
Angkor Wat es el rey de los templos y así es como quedará grabado en tu memoria. Pero para resaltar su majestuosidad, más aun si cabe, está rodeado por todo un séquito de templos más pequeños igualmente impresionantes. A algunos les fue otorgado el don del enigma; a otros, el de dar sosiego a quien se acerca; a unos pocos, el de sobrevivir costosa, pero muy estéticamente al avance de la naturaleza.
La aventura en Angkor comienza en el momento en el que sales de tu hostal en Siem Reap a las cinco de la mañana, después de haber dormido sólo tres horas porque, cosas del camino, te has reencontrado con Becky, tu couchsurfer en Mae Sot y la puesta al día de varios meses de viaje exige robarle unas cuantas horas al sueño.
Con una bici cada una, completamente a oscuras todavía, os ponéis en marcha rumbo a las ruinas. Aunque parecía que la ciudad aún dormía, en cuanto salís de las calles principales veis que la carretera a los templos es una romería, con interminables filas de tuc-tucs cargados de turistas, haciendo su primera estación de penitencia en la gigante taquilla de acceso al parque. Después de más de media hora de pedaleo matutino por fin estáis frente al gigante de Angkor, con el sol empezando a despuntar por detrás.
El momento sería completamente mágico de no ser por tener que compartirlo con cientos de personas distribuidas por tooooodo el césped que rodea el templo tratando de hacerse el selfie más molón y empujando para tener el mejor sitio. Es el precio de visitar el templo más grande, qué le vas a hacer…
Pero cuando pasa el momento del amanecer, las masas –más o menos– se dispersan y tú, con tu bici y con Becky comienzas a explorar rincones menos reclamados del complejo. Te dejas atrapar por la magia de Ta Prohm, donde la naturaleza te recuerda que siempre va a ganar, hasta que hordas de turistas rusos te hace desplazarte nuevamente a sitios más tranquilos.
Templos enormes, otros más pequeños, en un estado más o menos aceptable o completamente ruinosos, pero cada uno mágico en sí mismo, con una energía especial. Cada uno de los puntos en los que te bajas de tu oxidada bicicleta tiene una fuerza única, una voz diferente, su propia personalidad. Y es imposible resistirse a esa carga positiva.
Monjes de todas las edades y tamaños, en sus túnicas naranjas, van y vienen por todas partes, ya sea orando, tomando fotos de todo lo que se les ponga por delante, o descansando de manera tan estilosa que no sabes bien si realmente se trata de un monje o de un modelo posando para una sesión de fotos.
Durante tres días te empapas de esta energía, sudas en la bici bajo el eterno sol camboyano y andas con mil ojos para que los monos no te roben la piña que acabas de comprar, pero el momento más mágico y quizás menos esperado tiene lugar al final del todo, cuando ya estabas por despedirte de las ruinas de Angkor. El templo de Bayón te recibe al atardecer, y te deja deambular tranquilamente y sin prisas por entre sus 216 caras.
Esos ojos te observan mientras pasas, no dejan de mirarte y tú lo sabes. Alguna piedra casi pareció girarse a tu paso y a ti se te erizó la piel en la nuca. Pero ese es el trato, Bayón te abraza, te llena de energía, te protege y tú, a cambio, le dejas un trozo de ti. Es un acuerdo más que justo.
Y ahora, ¡canta!: Busca lo más vital no más, lo que has de precisar no más… 🙂
0 comentarios