Un trocito de mi corazón se quedó en Bagán. Igual que hay otros trozos repartidos por Viena, Lalibela o Berat, esta ciudad birmana me ha robado parte del alma.
Estar completamente sola en lo alto de una pagoda de mil años de antigüedad, contemplando más de 4000 templos bajo tus pies es algo que quita el aliento a cualquiera. Si encima puedes disfrutar de esta maravilla a la puesta del sol o, aun mejor, durante el amanecer, te aseguro que la experiencia va a quedar grabada a fuego en tu memoria. Y en tu corazón.
Te tienes que levantar tan temprano que ya no sabes si es demasiado temprano o sólo un poco tarde. Alrededor de las cuatro de la mañana. Te vistes rápidamente o, mejor, te acuestas ya vestida para arañarle unos minutos más al despertador y, aún con legañas en los ojos, te diriges a la tienda de alquiler de bicis y motos eléctricas. En esta ocasión has pasado tu presupuesto un poco por alto y te das el lujo de alquilar una e-bike, que para eso llevas muchos días seguidos comiendo sólo arroz y fideos. Enciendes el frontal que has tenido la precaución de coger, porque la luz de la moto, si tienes la suerte de que funcione, no alumbra a más de 20 centímetros y, en medio de la negrura de la noche, te diriges a una de la pagodas que te han dicho que, aunque tiene un amanecer espectacular, no está muy abarrotada de turistas. Apenas se ve nada, sólo las siluetas de los templos y pagodas más cercanos, el silencio es absoluto y tú con tu motillo (que como es eléctrica respeta el silencio absoluto) te vas perdiendo por caminos de arena, llenos de baches y agujeros que a veces te pillan por sorpresa porque tu frontal tampoco da para mucho. Es mágico. Es un viaje al pasado a unas horas intempestivas.
Vas nerviosa, a toda prisa porque no quieres llegar tarde, con la respiración acelerada porque te han prometido que vas a vivir algo único. Y por fin llegas a la pagoda elegida, North Guni. Entras corriendo porque el horizonte empieza a clarear ganando terreno a las estrellas. Te descalzas rápidamente, como mandan los cánones budistas y, sintiendo las frías losas bajo tus pies, buscas en la oscuridad la escalera de subida a las terrazas. Encuentras una de ellas y subes, pero sabes que hay otro nivel más, aunque no consigues dar con el acceso. Después de unos minutos recorriendo toda la planta por fin encuentras esa segunda escalera, escondida en un rincón. La subes y, ahora sí, estás en lo alto de la pagoda, con todo Bagán delante de ti y pensando en los monjes que vivieron aquí hace siglos y que contemplaban este espectáculo a diario. Te sientas en medio del silencio y esperas a que comience la magia.
Poco a poco el cielo deja de ser negro y pasa a azul intenso, después a naranja, amarillo… Lentamente comienzan a aparecer las siluetas de templos y monasterios entre la niebla, enormes unos, muy pequeñitos y humildes otros. Hasta donde te alcanza la vista sigues viendo pagodas y zedis, al principio todos negros; después, unos blancos; la mayoría, de vistoso ladrillo rojo; algunos pocos, dorados y brillantes. Como traca final, justo en el momento en que el sol despunta en el horizonte, comienzan a elevarse en el cielo globos aerostáticos de colores que añaden un punto alegre a la estampa.
Es absolutamente mágico el regalo que la noche te ha hecho a cambio del sacrificio de unas pocas horas de sueño. Te quedas un rato más allí, dando vueltas alrededor de la pagoda, porque cualquiera de los 360 grados sobre los que te puedes parar tiene su punto de belleza. Y cuando el sol ya está alto y el calor aprieta, aunque sólo sean las siete, te vas a desayunar deseando que vuelva a amanecer al día siguiente.
Hola Marta: A través de tu relato y fotos se puede advertir belleza y magia. Creo que es un lugar imperdible.
Lo anotaré en mi itinerario. Gracias y saludos.