Es cierto que cuando sales de viaje te expones a te sucedan más cosas, en la mayoría de las ocasiones interesantes; en algunos casos, potencialmente peligrosas; pero que, casi siempre, terminan siendo una anécdota curiosa que contar a la vuelta a casa.
Esas cosas pueden suceder en cualquier momento, por ejemplo, en el camino entre Mandalay y Hsipaw. Durante varias horas piensas y repiensas, dudas, dándole vueltas a si hacer el trayecto en autobús, relativamente rápido para el estándar birmano, seis horas, y que sale a una hora prudente, las dos de la tarde; o si tomar un tren, que llega a Hsipaw en casi el doble de tiempo, 11 horas, y que sale de Mandalay a las 4 de la mañana (así, por tener algún plan para la noche). A cambio de tanto sacrificio, el tren pasa por el viaducto de Gokteik, el segundo más alto del mundo, con unas vistas impresionantes. Al final pesan más las ganas de conocer el desfiladero y te acuestas todo lo temprano que eres capaz (que no es nada temprano en realidad) para salir camino de la estación antes de las tres de la mañana.
En el momento en el que se te ocurre hacer esta reflexión acerca de las desventuras en un viaje aún no tienes ni idea de si el puente en cuestión merece la pena o no, pues aún no has sido capaz de llegar y llevas más de tres horas parado en mitad de ninguna parte de Birmania, rodeado de matojos de metro y medio de altura y campos de maíz, porque… ¡ha descarrilado el tren!
En general los trenes en Birmania van todo el tiempo traqueteando, tanto que ya has visto volar algún equipaje instalado en la rejilla para equipajes, pero esto se salía de lo normal. De repente todos han empezado a dar saltos en sus asientos, ha comenzado un sonido metálico extraño, entrecortado, y a la vez un pitido que cada vez se hacía más intenso y fuerte, como si todo fuese a saltar por los aires de un momento a otro. Todos los del vagón, pero sobre todo los extranjeros, comenzáis a miraros con cara de “aquí está pasando algo raro” y entonces el tren se ha parado. Efectivamente, justo el vagón detrás del tuyo se ha salido de la vía. Los locales no se han inmutado, por lo que no parece que sea algo excesivamente extraño y los visitantes reís un poco nerviosamente.
Desde entonces, ha dado tiempo de que llueva, de que salga el sol, de que haga calor y lleguen las moscas, de que se vayan los mosquitos, de que entre una mariposa enorme en el vagón y, un rato después, sea capaz de encontrar la salida. Ha dado tiempo de que un monje se fume varios cigarros, a pesar de estar prohibido, pero ellos están por encima de todo, y de que el señor de detrás comience a roncar a todo volumen. Pero lo peor de todo, ha dado tiempo de que la sandía que traías en una fiambrera se haya puesto mala y de que a ti me haya entrado muchísima hambre.
Tras cinco horas parados y una decena y media de hombres trabajando en los bajos del vagón, (con utensilios bastante rudimentarios, todo hay que decirlo), por fin el tren está de nuevo sobre los raíles, a base de fuerza bruta, básicamente. Ahora sí, vais dispuestos a cruzar el viaducto de Goteik rumbo a Hsipaw. Cuando lo ves, a lo lejos, sabes que fue una decisión acertada elegir el tren en lugar del autobús, pero cuando pasas por encima y ves el paisaje que queda a los pies de este gigante de acero ya sí que no te queda ninguna duda. Y si encima piensas en la historia tan molona que podrás contar a tu vuelta a España, sobre cómo sobreviviste a un descarrilamiento en Birmania, no puedes disimular una sonrisilla en tu cara. Efectivamente, la mala experiencia se ha convertido ya en una anécdota curiosa para recordar. 🙂
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