Después de abandonar la hermosísima Luang Prabang pones rumbo a Vang Vieng, uno de los destinos más turísticos de Laos, y, para ello, decides hacer autostop. Por ahorrarte algo de dinero, aunque los transportes son verdaderamente baratos aquí, pero, sobre todo, por ver qué tal se da y ver qué tipo de gente puedes llegar a conocer.
Recorrer los 184 kilómetros que separan las dos ciudades te llevó unas nueve horas y tres vehículos diferentes. El primero de ellos, no lo entendiste muy bien, porque te recogió un jubilado americano en una scooter que, por algún malentendido, parecía que iba a Vang Vieng, aunque resultó que sólo estaba dando un paseo por los alrededores de Luang Prabang y a los cuarenta minutos dijo que regresaba a la ciudad. “¿Perdonaaa? ¿Entonces para qué me he movido del sitio tan maravilloso que tenía a la salida de Luang Prabang?”. En cualquier caso, agradeces muy amablemente y con una sonrisa el paseíto en moto y te quedas en una gasolinera en medio de la nada más absoluta, bajo un sol abrasador a las 2 de la tarde. Por esa carretera no tiene pinta de pasar un alma y después de una hora con tu cartelito en mano empiezas a pensar que al final del día tendrás que regresar con el gasolinero donde quiera que sea que él viva.
Ayyyy, mujer de poca fe, que viste pasar algunos trailers chinos a toda velocidad y nunca pensaste que uno de ellos te podía parar para que completases tu ruta. Pero así fue, cuando tus sesos estaban a punto de derretirse, desde unos 100 metros más adelante, uno de esos camiones gigantes se había parado y estaba pegando bocinazos para llamar tu atención. ¡No lo podías creer!
Cargada con tus dos mochilas empiezas a correr carretera abajo para llegar junto a ese chino que agitaba los brazos a lo lejos. Cuando llegas, ahogada tras los 100 metros obstáculos, pero sonriente a más no poder, le preguntas si va a Vang Vieng y te responde algo en chino que viene a significar “…no tengo ni idea de lo que me estás diciendo…”. Le enseñas tu cartel, escrito en perfecto laosiano y en perfectos caracteres latinos, pero claro, no habías caído en que te faltaba la versión en perfecto chino mandarín. Como eres una mujer de recursos no te achantas y sacas tu guía con el mapa de Laos, marcándole el puntito sobre Vang Vieng. Nada. Le da cuatro vueltas a la guía y la pone en todas las posiciones posibles pero, algo muy común en los chinos que has conocido hasta el momento, no tiene ni idea de cómo leer un mapa. Tampoco entiendes muy bien el destino al que él dice que se dirige así que, ante la duda… ¡te montas en el camión! Si total, por aquí apenas pasa nadie, esta carretera sólo tiene dos direcciones, norte y sur, y lo único claro es que éste está yendo hacia el sur, que es donde está Vang Vieng.
Por primera vez en tu vida te subes en un camión tan enorme y te sientes como una reina allí en lo alto, contemplándolo todo dos metros más arriba que el resto de los mortales… Eso sí, el camino se va a hacer muuuuy largo, porque está lleno de cuestas arriba donde el mastodonte en el que vas subida no es capaz de pasar de 10 kilómetros por hora. Los paisajes son de una belleza increíble, alternando entre el verde brillante de los campos de arroz y los eternos verdes de los bosques, y con el conductor estableces una especie de buen rollito basado en el intercambio de un par de manzanas que llevas tú por una botella de agua que lleva él.
Así vas, disfrutando de lo inesperado que te ofrece el autostop, cuando, ya caída la noche, el chino te dice que va a parar a cenar. Os bajáis en algo parecido a una venta de carretera, en medio de la negrura de la noche laosiana y en la que única y exclusivamente hay chinos. Te sientas con tu conductor y otros camioneros amigos, te sirven una cena al más puro estilo mandarín y se niegan en rotundo a que pagues tu parte. Hasta ahí sólo puedes alegrarte de lo divertido y diferente que llega a ser un viaje en autostop, pero entonces… tu chino dice, a través del traductor de teléfono móvil del camarero, que es muy tarde y que se va a dormir a la cabina del camión. Que tú te puedes ir a un hostal que tiene el camarero a un precio, por cierto, bastante desorbitado.
Después de dudarlo durante un rato decides probar suerte de nuevo con el cartelito a Vang Vieng, aunque sea ya de noche y vaya contra tu regla de no hacer autostop cuando ha oscurecido. En cualquier caso, te parece mejor opción que quedarte en medio de la nada, en un hotel caro y con un grupo de chinos diciéndote que estás muy alejada de la carretera principal aunque la estés viendo delante de tus narices. Por fortuna, no tienes que esperar ni cinco minutos hasta que un matrimonio se para en una furgoneta que aún huele a nueva, te invita a subir, te da charla durante la hora que queda de camino y, finalmente, te deja en la misma puerta de tu hostel en Vang Vieng.
Para recorrer la meca del tubbing y del canyonning alquilas una bicicleta y te dedicas a dar paseítos de un lado para otro. Visitas la cueva de Tham Chang, con unas espectaculares vistas sobre la ciudad y después te vas hasta la cueva Tham Phu Kham, donde un enorme puñado de koreanos que no sabe nadar chapotea en la laguna azul cercana, armando todo el escándalo posible.
Aguantas allí un rato, te das un chapuzón y poco después agarras de nuevo la bici para regresar a Vang Vieng mientras se va poniendo el sol y corres a perderte en el mercado nocturno para comer un delicioso pescado a la brasa.
Gracias a tu amiga de dos ruedas has disfrutado a tu aire de tu paso por Vang Vieng, la capital del turismo de pseudo-aventura en este país, algo que no era exactamente lo que venías buscando.
No has terminado de sentirte completamente cómoda aquí, todo es demasiado artificial, demasiado enfocado al turista que viene a ir de fiesta y descargar adrenalina en el río. Tanto, que pones rumbo a tu siguiente parada, Vientian, un día antes de lo previsto. Eso sí, tentando de nuevo a la suerte con el autostop, que es de lo mejor que te ha ofrecido tu paso por Vang Vieng.
0 comentarios