Llegar a Laos es como meterte en una tinaja de aceitunas o estar en el centro de una lechuga. Todo es verde, no hay otro color, pero tienes todos los tipos de verde que puedas imaginar: verde claro, verde oscuro, verde caqui, verde limón, verde pistacho, verde agua, verde hoja… Verde que te quiero verde.
Mires por donde mires el verde te sorprende, el verde te inunda. Las vueltas y revueltas de sus carreteras son un verde serpenteo con la eterna compañía de sus verdes ríos fluyendo hacia el Mekong.
Al principio no lo parece. Cuando llegas a Houai Xai, en la frontera con Tailandia, tienes que esperar varias horas a que salga el siguiente autobús hacia Luang Namtha y, aparte de comer una sopa de noodles y charlar con unos simpáticos eslovenos, no hay mucho más que hacer, así que te dedicas a dar un par de vueltas por el pueblo. Todo parece marrón y polvoriento, hace mucho pero que mucho calor y no habla inglés, o algo que se le parezca, absolutamente nadie.
Pero cuando por fin te metes en el autobús-cafetera y pasas varias horas dentro, empiezas a comprender dónde está el encanto de Laos… Selva, bosques, árboles y más árboles. Campos de arroz. Montañas que se extienden más allá de donde alcanza la vista. Todas las curvas y vueltas de la carretera, que te ponen el estómago de revés, merecen la pena para disfrutar de esta espectacular monocromía.
Has decidido ir a Luang Namtha por salirte un poco de la ruta, por no ir donde va todo el mundo, por llegar más al norte. Y porque te han dicho que el verde más verde comienza a partir de ahí. Para colmo de las suertes, haces grupito con los chicos eslovenos y dos chicas más, y os enfundáis las botas de montaña para patear todo lo que haya alrededor.
En lo que se supone que iba a ser una mañana, vais hasta unas cascadas, pero os perdéis por el camino y la aventura dura el día entero, entre plantaciones de caucho, helechos gigantes y el propio cauce del río, por el que finalmente tenéis que avanzar para conseguir llegar al salto de agua.
Luang Namtha es una ciudad no muy grande, con una calle principal salpicada por algunos hostels, restaurantes y agencias de viaje con los que hacer varios trekkings. La gente local se mezcla con muchos extranjeros que han llegado aquí para trabajar en varias ONG y ya forman parte del paisaje diario, hablando muchos de ellos en perfecto laosiano. Durante los días que pasas en la ciudad también tenéis tiempo para alquilar unas bicis y explorar los alrededores sobre dos ruedas, entre campos de arroz y de maíz, disfrutando de la brisa en la cara y de la mirada curiosa de los niños con los que te cruzas por el camino.
Pero el verde de verdad, el verde más auténtico, el verde a rabiar, comienza unas 24 horas de autobús después, en Phongsali. Desde allí inicias un trekking de dos días por territorio Akha adentrándote en lo más espeso de la selva, viendo evidencias del paso de un tigre pero respirando tranquilo porque vas protegida por los tótemes que las tribus cercanas construyen a lo largo del camino y, finalmente, alojándote en la casa del jefe de un poblado Akha, que se empeña en que bebas un chupito tras otro de lao-lao, un licor de arroz fuerte como pocos.
En este poblado te das cuenta de que no necesitas muchas de las cosas que te han contado en la comodidad de tu hogar. Es una vuelta a los orígenes, a lo básico para vivir; un redescubrimiento de lo que de verdad te procura la felicidad: comer sopa de calabaza y sticky rice en torno a una mesa, bromeando, cantando, sin móviles que te distraigan ni wifis que te lleven a otra realidad; dormir de dos en dos en colchones en el suelo en la única estancia que tiene la casa, tras el masaje de bienvenida típico con que esta tribu recibe a sus invitados. Algo como ducharse a cubazos de agua fría se convierte en el mayor de los placeres después de la caminata de ocho horas. Y tener que bajar a la plaza en medio de la noche para ir al único aseo, comunitario, que tiene el poblado, deja de ser una incomodidad porque por el camino puedes ir contemplando las estrellas.
El día siguiente vas a recoger verduras del huerto con una señora del poblado vecino y después preparas un humilde pero delicioso almuerzo con ella, a base de arroz, cacahuetes y algunas verduras. Para no mentir, tienes que decir que acabas frustrada y bastante enfadada, porque el guía que ese día te acompaña, por el que has pagado una considerable cantidad de dinero a una agencia, no habla ni una sola palabra de inglés ni de akha, lo que hace imposible llegar a comunicarse con ella o intentar comprender cualquier otra cosa más acerca de las tradiciones, de la jungla o de la vida que te está rodeando.
Pero tarde o temprano tienes que emprender el camino de regreso, que devuelve tus ánimos a su sitio gracias al ritmo rápido que llevas y, sobre todo, a la marea verde por la que otra vez tienes que atravesar, que limpia todo el mal humor que te pueda quedar. De nuevo, árboles, jungla y campos de té y arroz en un bote gigante con las aceitunas más verdes.
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